miércoles, 31 de agosto de 2011

"A merced de la tempestad", de Robertson Davies


Para reconciliarse con la literatura lo mejor es optar por un valor seguro.

Robertson Davies es tan bueno como se dice. Sólo por descubrirnos su obra, Libros del Asteroide justifica su existencia. Cuenta con más méritos, como la recuperación de Nancy Mitford o, la ya mencionada, de Manuel Cháves Nogales, tarea ésta última compartida con otras editoriales como Renacimiento o Espasa-Calpe.

En los últimos ochenta y durante los noventa, John Irving fue mí pasión juvenil literaria. Luego se me pasó. Ahora no es el momento, pero algún día tengo que hablar de él, se lo debo. Robertson Davies va camino de convertirse en un deleite de mediana edad que, sabiendo que sólo existen siete novelas que saborear, hay que dosificar. Como esa botella de ratafía que tienes miedo de acabar.

Sus nombres aparecen relacionados. Se conocieron personalmente y John Irving lo admiraba, calificándolo como el "Dickens canadiense". Rodrigo Fresán también los vincula cuando dice que Robertson Davies es "el eslabón (perdido) entre Charles Dickens y John Irving", y está acertado. Estos tres autores ejemplifican la evolución de la narrativa más ortodoxa y formal, y, con las evidentes y normales diferencias de todo tipo, se percibe un continuo. Los tres son representantes de una tradición novelística alejada de las modas, que no necesita de aventuras lingüísticas, experimentación estructural o de la ornamentación formal para ofrecer literatura de calidad, con mayor resistencia al paso del tiempo. Sus ingredientes son unos personajes perfectamente definidos y unas historias consistentes, reflexionadas y trabajadas.

"A merced de la tempestad", es inteligente y elegante, como lo son  "La fiera de mi niña " o "Historias de Filadelfia", que inmediatamente te vienen a la cabeza por la común ambientación, o como un Cary Grant más maduro, el de "Charada" junto con Audrey Hepburn, igualmente ingeniosos, mucho más refinados y plenamente vigentes, clásicos y actuales a la vez, además de incluir una diferencia de edad que es un tema que aparece en esta obra y, en mayor medida, en "Ángeles rebeldes".

La inteligencia se manifiesta en el sentido del humor que desprende la obra, sutil en las descripciones y más evidente en los diálogos, pero sobre todo en la concepción, desarrollo y resolución, con naturalidad y credibilidad, de las situaciones y del conjunto, así como en la agudeza y delicadeza en el análisis de los tipos sociales y en la puesta de manifiesto de cómo estamos a merced de los sentimientos y de las pasiones.

La elegancia lo abarca todo. Está en el ambiente, en los personajes, en el vestuario, en los paisajes, en la arquitectura, en la decoración, en las conversaciones, en el vocabulario. Un ejemplo insuperable es la presentación del escenario donde transcurrirá la historia, la impecable y exquisita descripción de Salterton, la ciudad que da nombre a la trilogía y donde conviven los miembros del grupo de teatro aficionado cuyos ensayos y representación de "La tempestad" de Shakespeare son el pretexto para plantear cuestiones, presentar las relaciones e interacciones entre las diferentes personalidades que se pueden encontrar en cualquier grupo social más o menos amplio. La gracia y el cariño puestos en la descripción de los personajes y las circunstancias en las que son emplazados los muestran profundamente humanos, y logra que sean arquetipos y no caricaturas.

Erudito es otro adjetivo que se aplica a Robertson Davies. No es este el caso. "A merced de la tempestad" fue su primera obra, y la modestia, sencillez o la humildad de los propósitos se percibe, pero únicamente si se compara con obras posteriores como, por ejemplo, "Ángeles rebeldes", mucho más ambiciosa, en la el autor demuestra mayor seguridad y dominio del oficio, desplegando todo su bagaje cultural.

Si "A merced de la tempestad" es deliciosa, "Ángeles rebeldes" es enciclopédica. Y Robertson Davies imprescindible.

Y John Irving también.

Más información sobre: "A merced de la tempestad" y Robertson Davies