Sigamos riendo. Después de una despreocupada y absoluta broma, un divertimento anecdótico, he aquí otra obra básicamente humorística pero peorintencionada, que busca u ofrece el humor en el marco de una novela convencional, y lo utiliza como la herramienta, el ingrediente corrosivo con el que atacar, mostrar o limpiar algunos, muchos aspectos de una sociedad en el ocaso.
"Trifulca a la vista", con cuya publicación Libros del Asteroide culmina la tarea de recuperación de la obra de Nancy Mitford, es un producto propio de su época, tanto en la forma como en el fondo. Escrita en 1935, la historia narrada es indefinidamente contemporánea, la vitriólica al mismo tiempo que amable descripción de un mundo consciente de su decadencia, que inocente se debate entre el nostálgico pasado y un tentador futuro renovador.
Es como si en el equipo de guionistas de la elegante y seductora "Downton Abbey" se colase un joven Tom Sharpe apocado, sin influencia dentro del grupo, pero capaz de colar de vez en cuando una de sus puyas. Nancy Mitford es una brillante representante de esa literatura ligera y costumbrista británica tan interesante por la perspicacia e ingenio aplicados a diálogos y situaciones, pero todavía sujeta a la realidad, sin llevar las personalidades ni los argumentos al extremo absurdo y desternillante, pero irreal, como autores posteriores.
Armada con la ironía y el sarcasmo bien afilados, pero poniendo también cariño y afecto, Nancy Mitford ataca a, y se ríe de, todo lo que se mueve, empezando por ella misma, siguiendo por los suyos y acabando por los que la rodean. Y hace sangre en lo que más juego da, en lo que más fácilmente se puede ridiculizar, los orgullosos y pretenciosos miembros de la clase alta, los arribistas, los círculos artísticos y sus crédulos mecenas, y los emergentes movimientos fascistas, motivo por el que principalmente se ha publicitado.Y por el que este libro se guardó en un cajón.
En el prólogo se dan tres razones, pero la sobrina les otorga una relevancia equivocada. La fundamental es que el libro, siendo ameno y entretenido, no tiene la altura ni la calidad suficiente y la autora era consciente de ello. A partir de ahí se puede suponer que decidió que la publicación y defensa de la obra no compensaban la asunción del enfado de dos hermanas y de su cuñado el capitán. Los fascistas no tenían sentido del humor, no se lo podían permitir, porque sus actitudes eran sumamente ridículas y sus argumentos difícilmente sostenibles, y aquél era arma suficiente para derrotarlos. Si Nancy Mitford no quería molestar a esa parte de la familia, que sólo veían la burla pero eran incapaces de percibir la condescendencia con la que en realidad eran tratados, debería haberse planteado cortarse la lengua y la mano derecha. Esa solución tal vez sí les hubiera satisfecho.
Más poderoso y plausible es el argumento de que, vistas las trágicas consecuencias que tuvieron dichas ideologías, no estaba en absoluto orgullosa del tono cándido, ácido pero lúdico, de la novela, ni de la frivolidad de alguna de las afirmaciones, las de la página 140 por ejemplo, que reflejan su simpatía por parte de ese ideario. Nancy Mitford se quedó en la superficie. Fue consciente de lo grotesco de su parafernalia, pero incapaz de ver lo relevante, el peligro que entrañaba un mensaje que respetaba y, de alguna manera, compartía.
Ahora, con la perspectiva que da la distancia suficiente, puede leerse este documento como un ejemplo de tibieza, e intentar entender la impasibilidad con la que buena parte de la sociedad consintió esas actitudes.
Si eso no es posible, sí lo es sorprenderse con la moderna naturalidad con la que son tratados temas como la igualdad, la liberación sexual, el adulterio, el divorcio y el cinismo usado al hablar de instituciones como el matrimonio o la familia.
Esa normalidad y desvergüenza demuestran, más que lo avanzado que estaban entonces, el retraso de cuarenta años que sufrimos nosotros.