martes, 29 de mayo de 2012

"El cielo es azul, la tierra blanca", de Hiromi Kawakami.


Aparte de Stefan Zweig, cuya recuperación es una tarea que debe de estar a punto de concluir, llevo tiempo sin encontrar nada que me interese entre las más recientes proposiciones de Editorial Acantilado.

Lo último que leí debió ser "Fin", y soy de aquéllos a los que les gustó porque le encontramos una explicación, pero también de los que reconocen sus manifiestas imperfecciones, cierta candidez en sus intenciones, y lo exagerados que fueron algunos comentarios, de un tipo y de otro. Ni tanto ni tan calvo. A quien lo comparaba con "El Jarama" le recomiendo que las relea para comprobar que David Monteagudo está todavía lejos de igualar la precisión, no exenta de elegancia, de las descripciones de Sánchez Ferlosio, no digo ya nada de la perfección de sus diálogos.

Al no ver nada apetecible, tengo que retroceder un par de años largos, casi tres, en su catálogo, aprovechando que no hace un mes, en El Jueves, un mercadillo que se monta todas las semanas ese día en Sevilla, compré por un par de euros "El cielo es azul, la tierra blanca", libro sobre el cual recordaba que Ángeles Caso había dicho que le parecía una de las historias de amor más bellas que había leído.

No es que yo sea muy partidario de las historias de amor, todo lo contrario, ni que considere a mi paisana un criterio de autoridad. Ni a ella ni a nadie, que solito me basto para errar. Únicamente digo que me quedé con la copla. Que estoy agradecido.

"El cielo es azul, la tierra blanca" es un ejemplo perfecto de la cultura japonesa. Es, como lo que conocemos llegado de allí, su caligrafía y pintura, su jardinería o los arreglos florales, su arquitectura tradicional y la decoración interior, sus religiones y ceremonias, puro concepto.  

Los japoneses aportan a las artes una concepción económica de la belleza y la elegancia ajenas para Occidente. Tratan de transmitir la mayor cantidad posible de significado de la forma más sencilla, reduciendo los símbolos al menor tamaño con capacidad, eficacia y resistencia suficiente.

Del ahorro nos beneficiamos los contempladores de sus obras, a los cuales se nos facilita y procura el deleite. Los creadores, en cambio, nunca cicatean los esfuerzos. Es agotador el reto de optimizar los recursos, la preocupación por evitar lo accesorio y utilizar sólo las herramientas imprescindibles, o la obsesión por aprovechar cada elemento para comunicar, proporcionándole un sentido.

Y no solamente uno. Mayor es el rendimiento, más valioso el resultado, si cada palabra, ruido o silencio, si todo gesto, situación o postura, si hasta las descripciones de los objetos, escenarios y paisajes, o si el comportamiento del clima y de los animales es susceptible de varias interpretaciones.

En este caso, lo anterior se complementa con la narración de, como Ángeles Caso y el propio título dicen, una historia de amor. "Una historia de amor", esa apostilla, es una declaración de intenciones sobre lo elemental del proyecto, sobre la sencillez de la oferta. Y es otra muestra de reducción al mínimo de un concepto grande y hermoso, más rico y completo por cuanto está planteado desde el punto de vista de una mujer.
 
Con ello no confirmo, ni destaco el sexo de Hiromi Kawakami. Lo que quiero resaltar es que las mujeres viven la relación amorosa de una forma incomparablemente más compleja, atentas a los matices, sensibles a las sutilezas, afectadas, comprometidas y generosas.

De eso queda constancia en la obra. Así como, por omisión o contraposición, y en un segundo plano, también de la ceguera, cobardía y necedad con la que, normalmente, se manejan los hombres en estas circunstancias.

"El cielo es azul, la tierra blanca. Una historia de amor", no es ya una novedad. El ir por la duodécima edición es la prueba y, a la vez, un indicio de que probablemente su sitio esté en la estantería de los clásicos modernos. Distinción, profundidad y solidez son algunos atributos que justificarían dicha catalogación.

sábado, 19 de mayo de 2012

"El síndrome E", de Franck Thilliez


Me he quedado atascado decidiendo cómo explicar que he leído "El síndrome E".

Pero no creo que tenga que justificarme. Y, por supuesto, no me voy ha disculpar. Son cosas que pasan, y que seguirán pasando.

No es malo sucumbir de vez en cuando a la curiosidad. Y uno nunca pierde la esperanza. La misma que un día me animó a descubrir al magnífico Lawrence Norfolk, a través de "El diccionario de Lemprière".

Tampoco es mi intención perder el tiempo ahondando en la explicación de sus defectos y limitaciones. No se molesta en profundizar Franck Thilliez, me voy a preocupar yo.

Al menos, "El síndrome E" sí se lee rápido, algo exigido a este tipo de novelas. El lector pasa raudo las páginas gracias a que el autor vuela ligero, e irrespetuoso, rozando apenas la superficie de la historia, los personajes, los escenarios, paisajes o instituciones, sin esmerarse, tropezar o hundirse en ningún asunto. Únicamente se distrae explicando lo obvio.

Didáctica, si acaso, resulta únicamente la descripción de un aspecto bochornoso de la historia más o menos reciente de Canadá.

Lo que no es, en ningún caso es entretenida. En quinientas setenta páginas, en la edición de Círculo de Lectores, sólo hay dos momentos y pico de tensión, pero no hay ningún giro argumental, ninguna sorpresa, ni demostración de capacidad o talento alguno por parte de los protagonistas, salvo la tenacidad.

El argumento, convencional y previsible, se desarrolla de forma rutinaria y anodina. Por el sencillo, y paciente, método de la decantación las pistas van apareciendo sucesivamente. Simplemente preguntando y asumiendo, qué menos, un poco de riesgo.

La resolución es un hastiado trámite, asombroso por la carencia de intensidad. Y el giro por el cual la víctima deviene en verdugo, de tan absurdo y ridículo, debe encerrar un mensaje cuyo significado nos está vedado.

Donde definitivamente ha errado Franck Thilliez ha sido con los personajes. Las personalidades de los protagonistas están construidas a base de tópicos agotados, principalmente la de ella, y, en el caso de él, las aportaciones novedosas son tan absurdas como asombrosas.

Si a estos dos amargados llaneros solitarios, carentes, como todo el libro, de sentido del humor, se les rodea de unos superiores apenas bosquejados, unos compañeros que son meras sombras, y de unas fuerzas del orden extranjeras evitadas o caricaturizadas, lo menos que puede ocurrir es que la mayoría de las situaciones donde concurran que se planteen sean grotescas.

Después de esto, queda claro que no habrá una entrada sobre "Gataca", la continuación, cuya apresurada publicación, justificada por el ingenioso anzuelo lanzado al final, fue la que captó la atención de este incauto, y no la portada del estilo del cual tanto está abusando Ediciones Destino para aprovechar el tirón sueco, pero que en este caso tiene sentido.

Más información sobre "El síndrome E" y Franck Thilliez.

martes, 8 de mayo de 2012

"Retrato del fascista adolescente", de Antonio-Prometeo Moya


Siempre, unas veces más que otras, es necesario, loable y legítimo cuestionar el modelo de sociedad vigente, objetar sistemáticamente, denunciar los abusos, desenmascarar a los poderosos, presentar alternativas y agitar las conciencias. Algo siempre quedará.

Hace cuarenta años, Antonio-Prometeo Moya era un joven que, harto del silencio impuesto, fantaseaba con escribir con la pistola. Sensato decidió liberar su rabia con un bolígrafo, descargándola sobre el papel, hacia cualquiera y contra todo.

Para lograr hablar con libertad y procacidad de temas vedados, exprimirá el vocabulario, retorcerá la sintaxis, llevará el lenguaje al límite, aprovechando así todos los significados al mismo tiempo que intenta dificultar su comprensión y disuadir a medrosos e indolentes.

Antonio-Prometeo Moya demuestra el dominio de las herramientas con las que trabaja, y el control absoluto de las situaciones extremas que plantea. Excepcionalmente, también da sentido a la aterradora expresión autor con voz propia, esa máxima con la que amigos, editores y familia rebaten la incomprensión, la indiferencia o el menosprecio de crítica y lectores.

Los relatos de "Retrato del fascista adolescente", a los que la Editorial Berenice no ha hecho justicia con esa desacertada y trivial portada, constituyen, tanto en lo formal como en lo temático, una sólida unidad obsesiva y repetitiva.

El mundo que Antonio-Prometeo Moya propone es, tal y como él lo vivió, sintió y sufrió, onírico, sicalíptico y cerrado. Una pesadilla perpetua, oscura, circular, ilógica, arbitraria e injusta. Un espacio asfixiante sin escapatoria ni esperanza. 

En esos escenarios claustrofóbicos los personajes se mueven sujetos a coreografías estrictas, precisas, repetitivas, que varían entre multitudinarias o privadas, pero siempre predecibles. Se canta, se aclama, se vitorea, pero apenas se habla. Fundamentalmente se comunican, o únicamente son comprensibles a través de los gestos y movimientos previstos e impuestos, que son presenciados y objetivamente descritos por un espectador, el narrador. Incluso en los relatados en primera persona, la ausencia de reglas o límites permite la bilocación y la quiebra de la sensatez que, por ejemplo, supone contemplar tu propio cadáver y poder contarlo.

Al mismo tiempo, tanto los tipos como las situaciones, tanto las imágenes como la estética, tanto los símbolos como los mensajes son elementales, perfectamente reconocibles y propios de un momento ya pasado. Todo el texto rezuma un aroma a viejo, a polvo, a humedad, a rancio o, echando mano a tópicos nostálgicos, a naftalina.

"Retrato del fascista adolescente" reclama una lectura escalonada. Superados los dos primeros relatos, los más difíciles, los que de manera más evidente manifiestan la influencia de Joyce que en diferente grado abarca al conjunto y que homenajea el título, es necesario un descanso. A partir de ahí lo que hay es una meseta de variaciones sobre un mismo tema, algunas más certeras, otras más ofuscadas, unas más experimentales, otras más surrealistas, unas más densas, otras más inteligibles. Un arduo trayecto que exige su división en etapas sino se quiere llegar extenuado y hastiado a los dos últimos escollos que prestan su nombre al territorio.

Una lectura pausada, espaciada, tal vez atenúe lo manido, lo trasnochado, o acentúe lo estimulante, lo vigente, lo pertinente. Y, sobre todo, quizás evite saturarse con tanta ideología respetable pero caduca, con tanta ira y tanto dolor llenos de razón y dignidad pero con los que, de tan lejanos en el tiempo, es difícil empatizar.

Nunca se debe permitir que quienes cuestionan el modelo de sociedad vigente, objetan por sistema, desenmascaran a los poderosos, presentan alternativas y agitan las conciencias, tomen las riendas. Nada quedaría en pie.  

miércoles, 2 de mayo de 2012

"El cuerpo en que nací", de Guadalupe Nettel

Tras la  lectura de "El cuerpo en que nací", sin obviar ni disculpar los defectos, ni destacar las virtudes, la conclusión no es otra que Guadalupe Nettel tiene posibilidades. Y se merece una segunda oportunidad.

Este ejercicio literario, que desde lo sustancioso y general deriva a mero desahogo privado, carente de la valentía suficiente para ser un ajuste de cuentas, o de la profundidad necesaria para producir los efectos saludables que la testimonial y ornamental estructura como magna sesión terapéutica parecía pretender, sí demuestra que hay esperanza.

En cuanto esta mejicana, que no escribe como tal sino en un castellano ¿académico?, ¿ortodoxo?, ¿batua?, llamémoslo neutro, tenga seguro lo que quiere decir. Cuando el temple le permita acertar sobre qué contar. Cuando decida construir historias sólidas sirviéndose de su lúcida mirada o de un estilo elegante y sobrio ya probados.

El optimismo, la euforia incluso, lo proporciona la primera parte, protagonizada por una Mafalda azteca que, con ese humor resultado de combinar las dosis precisas de sagacidad e inocencia, de sinceridad y estupor, revisa, a través de los recuerdos de familia, la sociedad de los setenta y retrata su país en esa época, descripción en gran medida extrapolable al resto del continente. 

Un relato pleno de significados, símbolos y detalles, en el que hay espacio para plantear cuestiones como la imposición de una opinión o el establecimiento de comportamientos uniformes, como la pérdida de la inocencia, la aparición de un punto de vista individual y la formación de un criterio propio, o para hablar del menoscabo de la confianza, del descubrimiento de las injusticias, del reconocimiento en el otro, del nacimiento de la empatía y la solidaridad.

Todo eso se lo deja Guadalupe Nettel en México. En la pequeña maleta que le preparó la abuela no le cabían la valentía, el riesgo, el talento o el acierto. Apenas había sitio para un poco de perspicacia.

Con tan escaso bagaje, los años transcurridos en Francia, y los dos regresos, constituyen, comparados con lo anterior, una narración rutinaria y convencional, aunque recuerde, por el desarraigo, la agudeza y las pretensiones a Amelie Nothomb, no tan ácida, ni tan resuelta, sí más pausada, cuidadosa, prudente, temerosa. La descripción de su adolescencia es tan sincera como manida, tan inteligente como pusilánime, tan trascendental como desperdiciada. No se exige que sea un testimonio provocador, revanchista o escandaloso, pero sí que sea audaz y novedoso.

Y también es reivindicable una conclusión de mayor calado que la trivial y postiza moraleja que cierra "El cuerpo en que nací", una anecdótica reflexión que apenas logra aclarar el título, pero que no justifica, gobierna, ni ilumina un texto que, desde bastantes páginas atrás, vagaba desorientado.   

Por todo esto pesa más la deslumbrante primera parte que la anodina segunda. Aunque el conjunto sea confuso y desigual, está muy bien escrito. Las taras lo son más por su comparación con los aciertos que por lo que son por sí mismas, y no evitan que la sensación final que queda sea positiva y estimulante. Y esperanzadora. 

Más información sobre "El cuerpo en que nací" y Guadalupe Nettel