viernes, 15 de abril de 2011

"Ojos que no ven", de J.A. González Sainz

Sorprende que determinadas cosas todavía necesiten ser explicadas. Que principios fundamentales para la convivencia, como lo son el respeto al otro, al que piensa diferente, o el derecho a la vida, tengan que ser revindicados, cuando debieran ser evidentes.

"Ojos que no ven" no es una obra política, por mucho que a algunos les interese tan simple reducción.

Es una obra ética, que se enfrenta a supuestos problemas complejos que no lo son tanto, ante lo franca que es su explicación y su solución. La defensa de la sencillez frente a la complejidad es el pilar central de esta novela, aunque se exponga a través de varios ejemplos.

Sirviéndose de una escritura envolvente, circular como los ciclos de la naturaleza y la vida, repetitiva como lo son los comportamientos animales y humanos, salpicada de frases hechas y coloquiales, homenajea al lenguaje y denuncia la manipulación del vocabulario, la tergiversación del significado de las palabras, el uso del diccionario como herramienta para la agresión.

Con una sintaxis mayormente enrevesada, difícil, exigente que, por momentos, se desenreda para fluir, desarrolla una apología de la sabiduría atávica de la naturaleza y de la vida en conjunción con ella.

Y lo hace enfrentando al protagonista, y su familia, al paso de vivir en el campo a su integración en una sociedad industrial con un componente nacionalista. Parte de la familia lo aceptará con normalidad, pero para una persona sencilla y pura el cambio del pueblo a la ciudad supone un desarraigo interior y el desprecio exterior, tanto del medio como de la gente.

Mientras los miembros de la familiar reflejan los distintos grados de asunción o de respuesta ante el fenómeno nacionalista, los demás elementos que intervienen en ese contexto son sutilmente dibujados, simplemente esbozados, aprovechando la inocencia del protagonista, porque el propio nacionalismo es un instrumento más, pero no el único, utilizado para enfrentarse a un problema mayor, los fanatismos.

Sorprende que una persona llana y corriente no pueda convivir. Que, como si fuera un extraterrestre, no sea capaz de entender el mundo. Tal vez el problema no lo tenga el individuo integro y auténtico, sino una sociedad desquiciada, insegura, el la que hasta el lenguaje es maleable según los intereses, y donde la amenaza, el escarnio y la violencia es lo habitual.

Pero si realmente algunas cosas deben ser explicadas, algunos principios revindicados, algunas situaciones denunciadas, y algunas actitudes defendidas, este cuento moral es una eficaz y lúcida herramienta a la que, al no ser ni un testimonio ni un documento periodístico, no se le puede exigir veracidad ni rigurosidad, sino que sea verosímil y plausible. Y hermosa.

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