Después de probar la absoluta ausencia de mérito y talento literario cualquier cosa que venga después parece una maravilla. Pero sería injusto decir que la buena impresión general que me ha dejado "La sirvienta y el luchador" sea consecuencia únicamente de una desigual comparación.
Más desequilibrada por cuanto Horacio Castellanos Moya lo pone todo en un estupendo comienzo. De las cuatro partes y un epílogo en que se divide, que en realidad son tres, un epílogo y un bis, las primeras cuarenta y siete páginas son brutales, de buenas y por duras. La segunda, que va hasta la mitad de la obra, mantiene el nivel aunque el tono cambia, la furia se apaga y se relaja. Y a partir de ahí la cosa decae, si bien lo hace desde muy alto, y la pendiente es muy tendida.
El inicio es impactante. Rápidamente introduce al lector en un mundo cruel y feroz, real a la vez que simbólico, bestialmente poético. Lo salpica con miasmas y otros fluidos secretados por organismos corrompidos física y moralmente. Lo sume en un ambiente y una dinámica de violencia irracional e impune, de agresión individual indiscriminada, en los estertores de un ejercicio abusivo del poder, ya caduco y replicado con más violencia.
Ese era el universo del luchador. Después viene la sirvienta y su realidad.
Y ésta es la cara cándida, humilde y sumisa de la misma moneda. El extremo opuesto de esa sociedad. De su encuentro surge un diálogo interrumpido e inacabado, porque su continuación en la cuarta parte, que es realmente el epílogo, es incompleta. Lo que asoma, a tenor de la importancia que le otorga el autor con el título, como una especie de reverso pútrido, oscuro y crepuscular de "El beso de la mujer araña", un estimulante y necesario ajuste de cuentas, se queda en una oportunidad perdida, un filón desperdiciado.
Horacio Castellanos Moya opta por rellenar el amplio espacio que hay entre ellos, con el exhaustivo abanico sociológico de opciones, de decisiones adoptables en esas circunstancias. Y esta exposición es objetiva y didáctica. Una elección respetable.
El problema es que la rabiosa novela naturalista se convierte en una académica parábola. Se quiebra la armonía entre realidad y alegoría. Se sacrifica aquélla por el deseo de ofrecer todos los perfiles de forma que su presencia esté justificada.
La trama se supedita a la moraleja, es retorcida y sometida a una sucesión de coincidencias sorprendente hasta para los personajes, eso que únicamente son sabedores parciales. Como consecuencia, la historia pierde sutileza, capacidad de sugestión y niega oportunidades a la evocación o interpretación, con lo que el resultado es evidente, convencional y, a la vez, artificial, porque, por un lado se le notan las costuras y se le acaba viendo el armazón y, por otro, hay un desequilibrio entre el vocabulario, las imágenes, el ambiente y la fabulosa serie de acontecimientos.
Todo esto son puntillosas matizaciones estéticas. Lo relevante es que hay una historia trabajada encaminada hacia un objetivo, hay un ritmo sostenido, hay personajes atractivos, hay emoción y, sobre todo, hay compromiso.
En conclusión, hay mucha literatura y mucha pedagogía sobre una realidad que, aunque algunos indicios, posteriormente confirmados, permiten situarla en El Salvador de finales de los setenta, principios de los ochenta, es un mal endémico del continente y, con sus variantes locales, de la condición humana.