lunes, 3 de octubre de 2011

"El grito", de Antonio Montes.


No me creo que esto fuera lo mejor que se presentó el pasado 2010 al Premio Café Gijón. Qué afortunado Antonio Montes, que se ve publicado por Ediciones Siruela. Qué engañados los demás.

Más altos que los gritos con los que se abre y se termina esta novela fueron mis aullidos, los berridos que solté en algunos momentos, concretamente a la altura de la página 174, o después al leer la 193 y 194. Luego uno se curte.

El tema de "El grito" es triste, un fallecimiento y el posterior velatorio en casa, la presencia de los familiares y las visitas de los vecinos, los pésames y las costumbres, las conversaciones y los pensamientos. Una tradición muerta en las ciudades pero que aún languidece en el mundo rural. Por el clima y las pistas que salpican el texto nos damos cuenta de que Antonio no ha salido de su pueblo. Hay una pátina de intemporalidad y sólo la mención de teléfonos móviles y de ordenadores domésticos sitúa la historia en el presente. La cosa va desde el amanecer hasta el atardecer y no tenemos que quedarnos toda la noche en vela, gracias a Dios y a una relación fraternal cuya presencia rechina y cuyo único sentido, tarde lo comprendemos, es permitir cerrar de alguna forma con un final tramposo y ni tan sorprendente ni tan ingenioso como desea. Aunque puede que sea yo, que para entonces tenía ya atravesada la historia, formada una opinión y no quería más que acabara, por favor, como fuera.

El desarrollo es deprimente. Porque a nadie le gusta enfrentarse a, verse reflejado en, un espejo que sólo muestre tus defectos, y porque, una vez te pones, a cualquiera le duele ver desperdiciada lo que en principio es una buena idea, más si aquello se transforma en un cruel y errático tormento.

Lo que pretende ser una demanda se convierte en el mayor de los delitos denunciados.

Un compendio de lugares comunes, frases manidas, de las que echamos mano cuando no tenemos nada que decir o cuando no queremos decir lo que pensamos. Una colección de todas las mezquindades y bajezas reconocibles y reales, nuestros defectos y miserias, que cuando nos son mostrados nos avergüenzan. Lo peor de nosotros.

El producto es decepcionante, superficial y ridículo. La cosa ya se anuncia mal desde bien pronto. En ese pueblo el aire cuando hace frío casi se puede masticar (página 13) y cuando es caliente casi se puede masticar (página 36); conclusión, allí el aire casi es masticable. Si en ambos casos la expresión estuviera en boca o, al menos, pensamiento de los personajes su uso estaría justificado, porque indicaría un latiguillo que viene bien en cualquier circunstancia, pero es que en la primera ocasión es el autor, como narrador omnisciente no como miembro de la comunidad, el que la utiliza.

Los diálogos breves, que mayormente reflejan tópicos, los gobierna, mas cuando los párrafos se extienden pierde el control y resultan artificiales. De las novedosas formas de presentar los diálogos (únicamente los diálogos, no los recuerdos ni los pensamientos) que están ofreciéndonos últimamente los escritores hispanos, y que parece ser una de sus principales preocupaciones, la formulada por Antonio Montes sería la más incomoda, al retrasar y zancadillear la lectura. Prefiero las propuestas de Ernesto Mallo o la de Pérez Andújar. Y qué audaz y moderno al prescindir de los signos de interrogación.


"Una historia que combina magistralmente el más hilarante humor negro con momentos de conmovedora ternura." Los momentos de conmovedora ternura no he sabido verlos, y el hilarante humor (por ejemplo páginas 122, 199, 205, 211 o 243, supongo), cuando lo he encontrado, no tenía ya el ánimo para chistes.

Hasta nunca, Antonio Montes. Premio Café Gijón, este es el primer palo de la cruz.

Sinopsis y más información sobre Antonio Montes