miércoles, 2 de mayo de 2012

"El cuerpo en que nací", de Guadalupe Nettel

Tras la  lectura de "El cuerpo en que nací", sin obviar ni disculpar los defectos, ni destacar las virtudes, la conclusión no es otra que Guadalupe Nettel tiene posibilidades. Y se merece una segunda oportunidad.

Este ejercicio literario, que desde lo sustancioso y general deriva a mero desahogo privado, carente de la valentía suficiente para ser un ajuste de cuentas, o de la profundidad necesaria para producir los efectos saludables que la testimonial y ornamental estructura como magna sesión terapéutica parecía pretender, sí demuestra que hay esperanza.

En cuanto esta mejicana, que no escribe como tal sino en un castellano ¿académico?, ¿ortodoxo?, ¿batua?, llamémoslo neutro, tenga seguro lo que quiere decir. Cuando el temple le permita acertar sobre qué contar. Cuando decida construir historias sólidas sirviéndose de su lúcida mirada o de un estilo elegante y sobrio ya probados.

El optimismo, la euforia incluso, lo proporciona la primera parte, protagonizada por una Mafalda azteca que, con ese humor resultado de combinar las dosis precisas de sagacidad e inocencia, de sinceridad y estupor, revisa, a través de los recuerdos de familia, la sociedad de los setenta y retrata su país en esa época, descripción en gran medida extrapolable al resto del continente. 

Un relato pleno de significados, símbolos y detalles, en el que hay espacio para plantear cuestiones como la imposición de una opinión o el establecimiento de comportamientos uniformes, como la pérdida de la inocencia, la aparición de un punto de vista individual y la formación de un criterio propio, o para hablar del menoscabo de la confianza, del descubrimiento de las injusticias, del reconocimiento en el otro, del nacimiento de la empatía y la solidaridad.

Todo eso se lo deja Guadalupe Nettel en México. En la pequeña maleta que le preparó la abuela no le cabían la valentía, el riesgo, el talento o el acierto. Apenas había sitio para un poco de perspicacia.

Con tan escaso bagaje, los años transcurridos en Francia, y los dos regresos, constituyen, comparados con lo anterior, una narración rutinaria y convencional, aunque recuerde, por el desarraigo, la agudeza y las pretensiones a Amelie Nothomb, no tan ácida, ni tan resuelta, sí más pausada, cuidadosa, prudente, temerosa. La descripción de su adolescencia es tan sincera como manida, tan inteligente como pusilánime, tan trascendental como desperdiciada. No se exige que sea un testimonio provocador, revanchista o escandaloso, pero sí que sea audaz y novedoso.

Y también es reivindicable una conclusión de mayor calado que la trivial y postiza moraleja que cierra "El cuerpo en que nací", una anecdótica reflexión que apenas logra aclarar el título, pero que no justifica, gobierna, ni ilumina un texto que, desde bastantes páginas atrás, vagaba desorientado.   

Por todo esto pesa más la deslumbrante primera parte que la anodina segunda. Aunque el conjunto sea confuso y desigual, está muy bien escrito. Las taras lo son más por su comparación con los aciertos que por lo que son por sí mismas, y no evitan que la sensación final que queda sea positiva y estimulante. Y esperanzadora. 

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