Desesperan y acomplejan este tipo de novelas, tan arrogantes y evidentemente pretenciosas.
Desesperan por el agotador, continuado e infructuoso esfuerzo que exigen, es como nadar contra corriente, y acomplejan por la frustración con la que premian su lectura.
Hay que ser un genio para prescindir del argumento durante casi trescientas páginas y lograr que la cosa funcione. A la narrativa se le llama así por algo. El que fracasa en el intento queda como un osado inconsciente, y los que lo leen dudan si son más estúpidos por no comprender lo leído o por la voluntaria y consciente pérdida de tiempo. Ya que Guillermo Fadanelli no engaña.
Las sospechas se confirmarán. Por mucho que el desarrollo esté salpicado con gotas de agudeza, detalles de ingenio, granos de maíz que, cual pita caleyera, va picando el lector, quien alimenta con ellos su esperanza y justifica la tarea, éstos no son más que cebos que perpetúan el embeleco, y definitivamente se ratifica que lo propuesto al comienzo es lo mismo que se va a encontrar en el nudo y con lo que se corona el desenlace.
No escribe mal Guillermo Fadanelli. Todo lo contrario. "Hotel DF" está llena de pequeñas y repetidas muestras de talento. En la corta distancia es hábil, muy certero en sus observaciones, una avalancha de greguerías eficaces, brillantes, dignas de ser recordadas y citadas en ocasión propicia. Así logra que se prorrogue la esperanza.
El problema está cuando la unidad de medida se amplía. Entonces esas virtudes se envuelven en un código y una lógica particular y distinta, un lenguaje de signos privado, que constituyen un mundo errático, sin fronteras definidas, poblado por personajes desnudos, desollados, dados la vuelta como calcetines. La experiencia se convierte en un extenuante e incómodo paseo solitario a través de una espesa niebla con periódicos claros que permiten atisbar luces o reconocer espacios, rodeado de ruidos que a veces se interrumpen, consintiendo la comprensión de una palabra, frase o conversación.
No es que no esté clara cuál es la intención y el objetivo del autor. Una explicación, las claves, el modelo, la aspiración están en las páginas 168 y 271. También se pueden encontrar algunas pistas en las reflexiones sobre el arte de las páginas 225 y 226. La duda se plantea ante un resultado tan confuso y farragoso.
Un collage, una mixtura a la que le falta un tronco que la vertebre y la sostenga, que ansía, sin necesidad de bastidor, y por eso se cae, conformar un retrato. De cerca se percibe buena mano en las pinceladas, una interesante elección de colores, pero al alejarse lo que se ve no es Lincoln, tampoco José Doroteo Arango Arámbula, que sería lo propio, o por lo menos Paulina Rubio. Si el propósito era mostrar un mural actual de Diego Rivera renacido, éste se queda incomprensible, cojo e incompleto. Hasta las grandes pinturas del mexicano tenían argumento y no sencillamente cuatro hilos conductores, cuatro señuelos que persigues inútilmente.
Son más eficaces obras sencillas, humildes, o aquellas que cuentan una historia y a partir de ella construyen un producto más complejo, con una simbología abierta y la posibilidad de varias interpretaciones, al menos una comprensible.
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