"Retrato de un joven adicto a todo" no es ni innovadora ni rompedora, como lo fueran en su día los textos de Bukowski, ni amena ni seductora, como "Ciego de nieve", ni tan cruda, consciente o poética como "Candy", la del australiano Luke Davies.
Ni sincera. Ni valiente. Ni responsable.
Como cualquier historia real de caída y superación, "Retrato de un joven adicto a todo" tiene, por supuesto, momentos muy duros. Los detalles de la explícita y desafortunada portada de Lidia Toga ayudan a hacerse una idea.
Pero, fundamentalmente, es un relato distante y rutinario con algunos aciertos, episodios como el del ataque paranoico en el aeropuerto o el de la primera calada, e imágenes interesantes.
La confusa redacción tiene sentido para la descripción de la deriva. Sin embargo las convenientes regresiones, redactadas en una elusiva tercera persona, son igualmente planas y monótonas. Y el supuesto lirismo es obsceno, obvio, superficial y medroso.
Pero, fundamentalmente, es un relato distante y rutinario con algunos aciertos, episodios como el del ataque paranoico en el aeropuerto o el de la primera calada, e imágenes interesantes.
La confusa redacción tiene sentido para la descripción de la deriva. Sin embargo las convenientes regresiones, redactadas en una elusiva tercera persona, son igualmente planas y monótonas. Y el supuesto lirismo es obsceno, obvio, superficial y medroso.
"Retrato de un joven adicto a todo" pasaría por de ser una novela corriente, cuya publicación estaría justificada por la condición de conocido agente literario de Bill Clegg, al cual sus amistades en el mundo editorial habrían tenido a bien publicarle este libro para motivarle, y recomendable, por el escaso valor que tiene como testimonio, sino fuera por el ominoso discurso subyacente, por las desalentadoras conclusiones que resultan de la experiencia.
El problema no es que en "Retrato de un joven adicto a todo" la contrición esté ausente, que el agradecimiento escasee, o que éste sea gélido y descortés. Otros relevantes adictos, antes que él, tampoco dieron muestra de arrepentimiento. Ni de gratitud. Ni de voluntad.
Es más, a Bukowski no se le reprocharon el egoísmo de Chinaski, o el orgullo que, por su adicción, destilan los relatos. El ingenio y el cinismo de Robert Sabbag resultan atractivos, aún al reconocer que la fiesta únicamente acabó porque le pillaron. A Luke Davies no se le reprende por la ausencia total de ánimo, valentía, o de mérito, simplemente dejó de pincharse cuando ya no había sitio en su cuerpo dónde poder clavar la aguja.
Amorales, ufanos, ingratos y consecuentes, ninguno fue pródigo en dar razones, eludir culpas, compartir responsabilidades o proponer excusas. Ninguno se justificó, ni apeló al destino, a maldiciones o a condicionamientos genéticos para explicar su conducta. Ninguno disfrazó de poesía su cobardía o su incapacidad para reflexionar.
Bill Clegg será lúcido en cuanto a las causas, mas ciego y necio para profundizar sobre las consecuencias. Tan escueto en los remordimientos como osado en lanzar reproches y ajustar cuentas, sus argumentos pierden toda legitimidad al carecer de compunción.
En este testimonio lo realmente desgarrador es la brevedad, frialdad y displicencia con las que resuelve las relaciones con las personas que le rodean, su socia, sus empleados, y fundamentalmente con la persona que estuvo con él y compartió los momentos de absoluta degradación sin recriminaciones.
Al menos, reconoce que aún quedan cuestiones por cerrar y sin resolver. Las únicas palabras de perdón y de asunción de errores son las de sus progenitores. Las suyas están pendientes.
Se ha precipitado. Pero todos los damnificados, entorno, familia, amigos, tanto los que aguantaron hasta el final como los que agotados renunciaron, sabrán disculparle este último venial acto de egoísmo e ingratitud.
P. D. Quien posea un ejemplar de "Candy", que lo guarde, tiene un tesoro. Quien lo encuentre que lo adquiera, o que me avise. Y quien tenga los derechos (¿Planeta?), por favor, que la publique.
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