Por fin nos conocemos, mi querido Tom Coraghessan Boyle. Si me permite la confianza, le llamaré simplemente T. C. Boyle.
Menudo filón.
Como preveía que éste podía ser el comienzo de una gran amistad, en vez de "El pequeño salvaje", actualmente en los escaparates gracias a Editorial Impedimenta, qué más lógico que empezar por el principio y escoger para mi estreno su debut.
"Música acuática", a sus treinta años, está en la mejor edad, lozana, ubérrima y vigente. Recién acabada ya la estoy echando de menos. Han sido unos meses en los que, generosa y solícita, siempre ha estado ahí. Ahora, al alcance de mi mano sólo hay vacío.
Un volumen de casi setecientas páginas macizas, disuasorias, en la edición de Galaxia Gutenberg, la única que hay aunque ellos parecen haberlo olvidado, debe ser afrontado con voluntad y mesura. Además están los prejuicios, siempre los malditos prejuicios.
Uno cree que se enfrenta a un libro difícil, pesado, minucioso. Todo lo contrario, es una fiesta de lectura fluida, un despliegue de imaginación, irreverencia y procacidad. Una comunión en la que tanto disfruta el escritor que ese gozo se transmite al lector.
Pero no es puro esparcimiento. Tras tanta diversión y exuberancia hay una misión. El humor, la ironía y la inteligencia requerida tienen una responsabilidad, mostrar las vergüenzas, confesar los pecados, plantear errores, evidenciar tópicos, sugerir alternativas.
"Música acuática" es una novela repleta de dualidades.
Dos historias transcurren alejadas, aparentemente paralelas. Antes de converger, una se disocia para mantener la distancia y bipolaridad. Una parte de acontecimientos ciertos, la otra es pura invención. Y en ambas conviven el rigor y la precisión con anacronismos y licencias.
Dos continentes, dos mundos diferentes, opuestos incluso, pero igualmente inhóspitos, perniciosos e inclementes.
Menudo filón.
Como preveía que éste podía ser el comienzo de una gran amistad, en vez de "El pequeño salvaje", actualmente en los escaparates gracias a Editorial Impedimenta, qué más lógico que empezar por el principio y escoger para mi estreno su debut.
"Música acuática", a sus treinta años, está en la mejor edad, lozana, ubérrima y vigente. Recién acabada ya la estoy echando de menos. Han sido unos meses en los que, generosa y solícita, siempre ha estado ahí. Ahora, al alcance de mi mano sólo hay vacío.
Un volumen de casi setecientas páginas macizas, disuasorias, en la edición de Galaxia Gutenberg, la única que hay aunque ellos parecen haberlo olvidado, debe ser afrontado con voluntad y mesura. Además están los prejuicios, siempre los malditos prejuicios.
Uno cree que se enfrenta a un libro difícil, pesado, minucioso. Todo lo contrario, es una fiesta de lectura fluida, un despliegue de imaginación, irreverencia y procacidad. Una comunión en la que tanto disfruta el escritor que ese gozo se transmite al lector.
Pero no es puro esparcimiento. Tras tanta diversión y exuberancia hay una misión. El humor, la ironía y la inteligencia requerida tienen una responsabilidad, mostrar las vergüenzas, confesar los pecados, plantear errores, evidenciar tópicos, sugerir alternativas.
"Música acuática" es una novela repleta de dualidades.
Dos historias transcurren alejadas, aparentemente paralelas. Antes de converger, una se disocia para mantener la distancia y bipolaridad. Una parte de acontecimientos ciertos, la otra es pura invención. Y en ambas conviven el rigor y la precisión con anacronismos y licencias.
Dos continentes, dos mundos diferentes, opuestos incluso, pero igualmente inhóspitos, perniciosos e inclementes.
Dos protagonistas, uno un personaje histórico, el otro pura ficción. Cada uno, a su vez, compartirá su devenir con sucesivos compañeros hasta la coincidencia en un destino común.
Y un elemento atávico, revelador, cuya omnipresencia es discordante, cuya sabiduría cruel.
El continuo emparejamiento es el elemental y eficaz mecanismo utilizado por T. C. Boyle. Suficiente para que razas, civilizaciones, culturas, sociedades, clases, géneros, costumbres, caracteres y valores queden expuestos, enfrentados, comparados, desmontados.
Ése y la descripción detallada. Nada más. Todo muy sencillo, convencional y ortodoxo. No es que decepcione, pero sí contraría, por esperada, la ausencia total de osadía formal, de cualquier riesgo o novedad.
Ahí sí que a T. C. Boyle le gana por la mano su circunspecto y complementario sosias Lawrence Norfolk. Ambos recurren a hechos reales para cimentar su obras, Ficción histórica lo llaman, pero "El diccionario de Lemprière" o "El rinoceronte del Papa", la que tiene más en común con "Música acuática", son más barrocas, osadas, crípticas, pero carentes de humor.
Viendo la calma con la que se lo toma Lawrence Norfolk, diez años ha tardado en publicar "John Saturnall´s Feast", T. C. Boyle es una alternativa.
Por eso "Un amigo en la tierra", "El fin del mundo", "Drop city", "El balneario de Battle Creek" u "Oriente, Oriente" suponen un yacimiento, y su búsqueda un reto.
Por eso "Un amigo en la tierra", "El fin del mundo", "Drop city", "El balneario de Battle Creek" u "Oriente, Oriente" suponen un yacimiento, y su búsqueda un reto.
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