Qué fácil parece.
Pero qué jodidamente difícil es en realidad.
William Maxwell es uno de los escasos afortunados que tenía el don. Uno de esos privilegiados que dio con la clave.
"Adiós, hasta mañana" es la estimulante, a la vez que frustrante, demostración de lo engañosamente sencillo que es escribir bien.
William Maxwell encontró en esa necesidad tan norteamericana de saldar deudas, de ajustar cuentas, de aliviar su conciencia, el estimulo para escribir.
Y en los recuerdos, nostálgicos o traumáticos, en las heridas abiertas y en los remordimientos enquistados, los ingredientes de una historia que se apoya en la tesis, proclamada, según la cual la memoria tiene más de recreación, invención y especulación que de certeza, veracidad o custodia.
Esas modestas y particulares pretensiones son los argumentos suficientes para escribir una novela paradigmática, ineludible, sobresaliente.
Tanto al comienzo, cuando William Maxwell muestra una aparente desorientación o indecisión, una rentable estrategia que le proporciona mayores oportunidades de purga, redención y reflexión sobre la familia, los vínculos, las pérdidas, la amistad, los sentimientos, o también sobre cuestiones más mundanas, como el lenguaje o diversas costumbres y comportamientos.
Como después, cuando decididamente se centra en el pasado y la narración es como las gentes de las que trata, humilde, taciturna, respetuosa, como su vida, sobria, constante, austera, o como sus tierras, seca, áspera, tosca.
Todo, en "Adiós, hasta mañana", es llaneza, perspicacia e inocencia.
De esta elemental combinación surge un relato lúcido, sensible, sutil, trascendente, impregnado de una tenue poesía natural e instintiva.
Una historia intima, un compromiso privado que crece hasta ser el retrato de un periodo, de una geografía, de una cultura. Y desde ahí se convierte en un testimonio inmenso, universal e intemporal.
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