Aunque "Cada cual y lo extraño" deje cierta sensación de ser una mera faena de aliño, de estar ante la rutinaria satisfacción de algún compromiso editorial, siempre es un placer y un honor leer a Felipe Benítez Reyes.
Por favor, responsables de Ediciones Destino, sigan presionando para que se nos brinden más oportunidades como ésta.
Pero como ésta. No más novelas, que ya ha acreditado que no es su distancia.
Sus intentos de desarrollar narraciones extensas, "El novio del mundo", "El pensamiento de los monstruos" o, sobre todo, su Premio Nadal "Mercado de espejismos", han desembocado en acumulaciones de momentos excelentes, repletas de muestras de ingenio, que, como conjuntos, pecan de erráticos y desiguales.
La prosa de Felipe Benítez Reyes, supeditada a su cualidad de poeta, es certera en la indicación de los detalles relevantes, en la captación de gestos reveladores, en la advertencia de las minucias trascendentales.
Minucioso paladín de los recuerdos delicados, analítico preservador de las sensaciones fugaces, y sagaz traductor de los códigos inconscientes, su literatura trabaja con materiales demasiado delicados, inadecuados para los grandes proyectos, y fabrica piezas valiosas, pero a un escala incompatible con construcciones que han resultado endebles e inestables.
En "Cada cual y lo extraño" uno va a encontrar, por un lado, al mismo Felipe Benítez Reyes ansiado, con su adjetivación pertinente e intencionada, atinado e insólito en la propuesta de metáforas, hilarante en el ducho manejo de la perífrasis.
Estos doce relatos, uno por cada mes del año, un recorrido por las cuatro estaciones, una manida, aunque eficaz, analogía que permite el repaso de lo que es una existencia, muestran a un Felipe Benítez Reyes en el, definitivamente, Tahantos le ha ganado la batalla a Eros.
En los cuentos sobre la infancia y la adolescencia no hay nostalgia ni ternura. Pese a adoptar la forma de recuerdos redactados en primera persona, y de describir territorios que le son muy próximos, son expuestos con un frío distanciamiento y rezuman una amarga melancolía.
Y en los cuentos de madurez y senectud, el escepticismo y el desaliento contaminan la intrínseca ironía del autor, transformándola en, o incorporándole, un saludable cinismo existencial.
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